Nos crecen los enanos
13/09/2022Decimotercera novela de César Pérez Gellida y, aunque parezca imposible, nuestro calvo favorito no desfallece en cuanto al nivel de su producción literaria, tanto en cantidad como en calidad, lo cual es una bendición para los Gellidistas (y un tormento para los reseñistas, porque nos salen artículos clónicos).
Esta novela combina elementos de las dos anteriores, pues retoma los hechos acontecidos en Astillas en la piel y recupera al equipo de investigación de La suerte del enano. También sigue un pequeño patrón de las mismas, y es empezar con un flash forward de lo que nos espera unos cientos de páginas más adelante, y que se irá hilando con el resto de la trama a lo largo de las mismas. Después arranca la novela en sí con una perra llamada Roma (seguro que a alguno os suena) escarbando en un pinar mientras ignora a sus dueños (un calvo y una mujer de pelo de fuego que seguro que a los Gellidistas no les son desconocidos) para acabar hallando dos cadáveres, lo que tendrá dos consecuencias: la puesta en marcha del equipo investigador de Sara Robles (Policía) y Bittor Balenziaga (Guardia Civil) y que el asesino (de quien no diré el nombre por si el lector prefiere empezar por Astillas en la piel) deje su estado de latencia y vuelva a matar, dejando como su firma la llamada sonrisa de Glasgow. A partir de aquí, Gellida irá intercambiando los puntos de vista de asesino e investigadores con mucha fluidez para imprimir su habitual ritmo demoníaco a una trama que, como siempre, se va complicando según avanza.
Hay algo que pretendía conseguir el autor en esta novela, y era darnos un personaje con el que el lector empatizara pero no de forma positiva, como sí sucedió con otros antagonistas de otros de sus libros. Y la verdad es que con este asesino que nos ha regalado ha conseguido lo que quería, pues no hay por dónde agarrarlo, ni un solo asidero que cause la más mínima de las simpatías ya desde un principio, pero es con cierto detalle de sus correrías por el sur de la península lo que consigue que haya punto de no retorno, tanto para el lector como para una Sara Robles que estalla en ese momento, agobiada ya por el peso de la investigación, la presión de superiores y prensa (volveré después a este punto) y su propia vida personal, hasta el punto de casi convertir el caso en una vendetta. También la vida personal de la jefa de Homicidios será un factor de peso en la novela, hasta casi un punto de ruptura. Bittor Balenziaga también tendrá que lidiar con sus problemas personales mientras sigue con el marrón del caso y coordinarlo con Robles y su equipo, y tendrá un papel fundamental en el nudo del libro. Ruth Domínguez es una periodista en un medio del tres al cuarto que se verá catapultada al estrellato de la noche a la mañana, y acabará por verse más metida en el centro de la trama de lo que en un principio había planeado. Paz Velasco también jugará su papel en pleno meollo al ser la doctora que trata al asesino y le ayuda a entender mejor los impulsos que le mueven, aunque él camufle su interés gracias a su actividad profesional. Otro personaje que destaca, aunque su presencia sea más bien breve, es el abogado Oriol Mateu, un Saul Goodman patrio al que no sería raro ver atrapado en una de esas tramas de corrupción política que salpican los telediarios nacionales. El último, por inesperado, será Michelle, pero mejor no añadir mucho más para evitar spoilers.
Ritmo y estilo son una constante ya en el llamado «género Gellida» y esta ver no es menos. Con el primero, el autor no da respiro al lector durante la mayor parte de la novela, excepto las intervenciones de la ya citada doctora Velasco, ya que sus análisis psiquiátricos requieren de cierta pausa para que el lector pueda empaparse correctamente de los diálogos que mantiene con su paciente: son complejos, pero no hasta el nivel de que haya que recurrir a fuentes externas para discernir significados. Al mismo tiempo, el ritmo, por muy veloz que sea, no es aturullado en ningún momento, y los cambios de punto de vista fluyen gracias a que se enlazan palabras o frases del último párrafo con las del siguiente cada vez que interviene un personaje distinto. Además, cada vez que habla el asesino lo hace en primera persona, lo que hace que destaque aún más sobre el resto. Los distintos capítulos esta vez vienen encabezados con diferentes personajes de circo, y en algún momento dado se incluyen dentro del propio texto.
El estilo es algo de lo que ya he hablado en otras ocasiones y que se sigue manteniendo a lo largo de Nos crecen los enanos: directo, sencillo, muy visual y cinematográfico. César no se corta un pelo a la hora de describir las escenas más macabras, pero siempre con precisión y sin necesidad de alargar el horror más allá de lo estrictamente necesario con cruentas y largas descripciones que den la impresión de que haya regodeo en lo gore. Pero está claro que la sangre salpica, los tiros desgarran y los golpes duelen. El manejo de los diálogos contribuye mucho a esa sensación de película, pues uno diría que oye perfectamente a los personajes y su forma de ser particular a través de las palabras pronunciadas.
En definitiva, que César Pérez Gellida ha vuelto a hacerlo por decimotercera vez y se ha sacado otra novela adictiva que se leería casi del tirón si no fuera por las seiscientas páginas que la conforman, aunque no dé esa sensación en ningún momento, pues como todas las anteriores se devora más que se lee. Además, nos avisa de que retomará aventuras de determinados personajes y tal como acaba Nos crecen los enanos ya ha conseguido que se nos vuelvan a poner los dientes largos. Y que sea por muchos años.
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