Al final, muere

16/06/2016

Este segundo libro de Paula Aguirrezabala no entraba en mis planes de lectura, pero una de esas vueltas que da la vida me llevó a interesarme primero y a hacerme con él después.

 
“Al final, muere” nos presenta a Candela, una asesina exquisita, que ha cambiado su España natal por Estados Unidos, donde acaba mezclando el placer que obtiene matando y el dedicarse a ello como profesión. Debido a su particular método resulta ideal para quienes deciden contratar sus servicios. En medio de esta vida tan peculiar hay tiempo para una extraña relación con un hombre, Espéns, castellanización que Candela impone a Spencer Reid y que suena más catalán que castellano; y la aparición de un extraño libro llamado “Ouija”, que llegó a manos de Candela directamente de su autora, Paula Aguirrezabala. Este libro será el detonante que lleve a la novela a su fin.

 
Aunque formalmente se nos presenta este libro como una novela, hay bastante más que eso. El hilo conductor son unos capítulos que alternan el punto de vista de Candela, el de Espéns y la narración en tercera persona, dando la impresión de ser una serie de relatos cortos con unos protagonistas comunes. También están salpicados por los poemas que, de vez en cuando, escribe Candela. En cuanto a “Ouija”, es una colección de poemas y textos breves de prosa poética intercalados en mitad de la narración como punto de inflexión de la narración principal. Con estos ingredientes es difícil decir que ésta sea una novela al uso.

 
Cuando compré el libro, era consciente de que no iba a encontrarme la típica narración negrocriminal. También de que el estilo que destilan los tweets de Paula no es el que más me guste, sin que signifique ello que sea peor que otros, sólo distintos. Que no se equivoque quien tenga dudas: en “Al final, muere” hay asesinatos explícitos, la sangre brota a borbotones, los golpes duelen y parten huesos; en ese sentido no hay sitio para memeces. También aparece algo clásico del género: los diálogos rápidos, chispeantes, cargados de respuestas irónicas que parecen estocadas verbales. Es una marca de género que Balló y Pérez en “El mundo, un escenario” rastrean hasta “El sueño de una noche de verano”, con parada y fonda en “The Big Bang Theory”. El resto del estilo se aleja del áspero y cortante universo noir para optar por uno más poético, cargado de metáforas, manteniendo la sencillez del lenguaje de las novelas del estilo.

 
El personaje de Candela domina toda la narración. Es una psicópata de manual, fría, y despiadada, la perfecta ama de una mazmorra BDSM tanto por personalidad como por estética, arrogante, de lengua afilada y divertida, al tiempo que rabiosamente humana: le gusta el tacto de la fruta y que su compañero de armas lleve el chaleco de lana granate con el que está tan guapo. Se indigna con ciertos comportamientos humanos, y aprovecha para atizar al patriarcado o a la tiranía psicótica de las hordas de Karl Lagerfeld (el nombre de él no aparece en el libro, es de mi cosecha), que martirizan a adolescentes con unos kilos “de más” hasta el punto de llevarlas al suicidio. Su costumbre de matar sólo a quien lo merece la emparenta con Frank Castle, The Punisher, aunque sea el único rasgo que tienen en común, pues ella seguiría matando a los buenos si se le acabasen los malos, algo que Castle no permitiría. Mientras leía se me pasó la cabeza que sería divertido un crossover con estos dos personajes intentando asesinarse mutuamente, con la posibilidad de un polvo entre medias: Candela sería capaz de seducir a quien quisiera, y no sería improbable que se encaprichara del fornido ex-veterano de Vietnam, y sabemos que Castle no es de piedra, como vimos en la saga MAX con Garth Ennis al guión.

 
El personaje de Espéns es el contrapunto de Candela. Ella llega a la escena donde él recibe una paliza y le salva de ser acuchillado. Después acaban conviviendo juntos en una extraña relación: son cómplices en el crimen, pues él fue un reputado criminólogo hasta que se vio obligado a dejar el F.B.I. por un incidente saldado con una muerte. Ella aprovecha la memoria eidética y el coeficiente 187 de él (como un Sheldon Cooper reconvertido a personaje de C.S.I.), para planear sus letales trabajos, y él es su cómplice y encubridor. Él está fascinado con ella y ella le encuentra tierno y adorable a veces, pero no son amantes ni pareja, aunque compartan cama. Su relación coge los habituales conflictos de una pareja que viven juntos, les despoja del sexo y los lleva al extremo gracias a las personalidades de ambos. Si se le puede aplicar la palabra romance, sería uno de los más extraños que conozco.

 
Un hecho trivial como la llegada de un jarrón que Candela no sabe dónde colocar introduce en la narración “Ouija”, el libro que Paula Aguirrezabala regaló a Candela la noche en que Paula presentaba su obra en un bar de Madrid. La particular historia del encuentro hace que ambas mujeres conecten, y que Candela, cosa inhabitual en ella, haga caso a Paula: no leer el libro de inmediato, guardarlo y olvidarlo hasta que reaparezca en la vida de Candela. La presencia de este libro me ha traído un eco lejano de “Nana”, de Chuck Palahniuk, porque el manuscrito original que contiene la “nana de la muerte” y “Ouija” son dos libros venidos del más allá, con un conocimiento (en teoría) no humano. Pero mientras que el manuscrito de la novela de Palahniuk existe pero no se conoce ni forma ni contenido y lleva a una búsqueda del tipo Santo Grial, “Ouija” es tangible,aparece donde menos lo espera la protagonista y podemos leer su contenido.

 
El librito que Paula Aguirrezabala intercala en mitad de “Al final, muere”, son una serie de relatos breves y poemas de corte autobiográfico, donde nos invita a entrar en los abismos de su mente y su personalidad, tejidos con hilo de seda como red de seguridad. En ellos encontramos amores, desamores, impulsos suicidas frustrados, sexo, alcohol, poesía no sólo en forma de poemas, y las fosas abisales de la tristeza, que son familiares al lector, aunque ni siquiera haya descendido unos metros en ella, y en caso de llegar al fondo, mejor no tocar los tapetes blancos de la abuela. Vamos, alegre como un disco de Funeral Doom, lo que no tiene nada de malo, me gusta el Funeral Doom. Son unos pasajes que casan mejor con el estilo que muestra la autora en Twitter y Facebook, y que encajan menos con lo que a mí me gusta, sin que ello los desmejore en relación al resto del libro.

 
Hay algo en la novela que me ha hecho gritar de rabia: ciertas castellanizaciones de palabras extranjeras, algo bastante en boga en estos tiempos. Hay algunas que admito, como Manhattan escrito con jota y no hache, pues la intención del pasaje es claramente humorística, otras como mozzarella sin la doble zeta ni la doble ele, o whisky destrozado con ge y u con diéresis son horribles. Es una de mis manías, por lo que no puedo culpar a la autora, pero me desagrada particularmente, sobre todo si encuentro hermosa la palabra original, como en el caso de mozzarella. También he cazado alguna errata, como ansías por ansias, pero olvidé apuntar la página. Aunque molestas y evitables, las erratas son humanas, no me desagradan tanto como las castellanizaciones innecesarias.

 
No tenía demasiada idea de si este libro iba a gustarme o no, pero lo ha hecho. Se lee con facilidad a pesar de los cambios de estilo y voz narrativa, engancha, es original y divertida. También tiene una gran virtud, y es que Paula Aguirrazabala posee voz propia, reconocible en cualquiera de sus textos, algo que no siempre es fácil de conseguir. Quizá no sea una novela que guste a todo el mundo (es fácil tacharla de gafapasta y hipster), pero merece la pena sumergirse en sus páginas.

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