Psicópatas en el Noir
24/01/2015Vengo observando desde hace tiempo que hay una serie de escritores que no ven con buenos ojos la proliferación de novelas protagonizadas por psicópatas. Acusan a las mismas de ser demasiado violentas y abominan de las mismas. Un servidor, que es habitual lector de éstas, opina que las apreciaciones de estos caballeros están en parte equivocadas.
Empezaré por el comentario más reciente. En la última entrega del tercer grado al que Juan Carlos Galindo somete a autores del género negrocriminal en el blog Elemental (del que no puedo poner un enlace porque me cobran), aparece un escritor a quien no tenía controlado, Eugenio Fuentes. A la pregunta «¿De qué novela y/o autor prestigioso podría prescindir el género sin el menor perjuicio?», el escritor replica:
«De todos los autores de esta última moda que convierte a los psicópatas y asesinos múltiples en protagonistas de historias truculentas, de una innecesaria violencia».
Menuda contestación más contundente. No cuesta demasiado imaginar a este señor conduciendo como ovejas a los autores condenados hacia las puertas de la cámara de gas o a las de un gulag. Me sé de un lector melenudo y listillo que no abrirá las páginas de este autor, sometiéndole al mismo destino que él propugna para otros y a quien, por cierto, no le pega nada la etiqueta de «prestigioso» que adorna la pregunta de Galindo. Al comentario elogioso de una lectora llegaremos luego.
El segundo caso me duele en el alma, pues lleva la firma de Lorenzo Silva, autor que me resulta muy querido. En una columna breve que apareció en Babelia hace unas semanas bajo la pregunta «¿Para qué sirve la novela negra?», Don Lorenzo escribía:
«La sobrevaloración de la sorpresa (no digamos de las sorpresas en cascada, o en cascada interminable), la apuesta reiterada por la hiperviolencia, el sadismo o lo monstruoso, obran en este lector que ahora escribe un efecto de distanciamiento casi instantáneo. Y cuando el carrusel se desarrolla en un bucólico entorno rural de tan sólo unos cientos de habitantes, o en un país cuyos índices de violencia homicida son insignificantes (en nuestro propio país, cuya capital puede cerrar el año con no más de treinta o cuarenta homicidios, la mayoría en el ámbito familiar), mi desconexión es casi total.»
Pero lo más doloroso es que calificaba a este tipo de obras como experimentos. Ni siquiera entran en la categoría de novelas, como si hiciese falta cierta dignidad para obtener tal calificativo. Sin embargo, tal vez por una de esas contradicciones de las que está lleno el ser humano, estas afirmaciones no fueron obstáculo para que Lorenzo Silva prologase “Consummatum Est” de César Pérez Gellida, novela protagonizada por un sociópata narcisista y en la que no escasea esa hiperviolencia de la que habla Silva. Uno quiere creer que lo hizo porque Don Lorenzo realmente aprecia la obra que prologa o, al menos, las anteriores entregas del autor. Mas la duda es insidiosa y difícil de acallar. Suena como una vocecilla maligna en la cabeza preguntando si no habrá otros motivos por ahí.
Queda el comentario más antiguo y más jugoso. Procede de José María Guelbenzu y es, a ojos de quien esto escribe, un ejemplo palmario de un mandarín ejerciendo el mandarinato, expresión que llevo un par de semanas queriendo tomar prestada (con nocturnidad y alevosía, por supuesto) de un Gregorio Morán a quien hubieran deleitado estas declaraciones, si es que el periodista ovetense hubiera tenido interés en el género negro. En un artículo aparecido en El País, Guelbenzu se descuelga con unas declaraciones arrogantes, atrabiliarias y biliosas:
“[La novela negra] es el refugio de escritores mediocres, incapaces de defenderse en otros ámbitos narrativos y que en el fondo no tienen nada que aportar a la literatura”.
Lo dijo Blas, punto redondo. Clavadito al Cela que hace 25 años tuvo una sonada polémica con Julio Llamazares a propósito de las nuevas generaciones, cuestión revivida a propósito del aniversario del Nobel concedido a Don Camilo. Un veterano entronizado por vaya usted a saber qué méritos machacando a las generaciones jóvenes que, por supuesto, no le llegan ni a la suela del zapato. Escritores a los que no menciona, en una clásica táctica del avestruz. Después de tirar la piedra, no hay arrestos para señalar con el dedo para que los lectores y los propios autores puedan sacar conclusiones y rebatir a Guelbenzu. Si nadie me ataca, nadie puede bajarme de mi pedestal, debe pensar este señor. Nada que no hayamos visto. Pero la cosa sigue:
“En los últimos años se ha tendido a realizar literatura negra por parte de algunos autores con una línea excesivamente sangrienta, muy poco interesante y falsa. Como si el objetivo fuese impresionar al lector por cualquier medio y para ello cuanto más gore sea mejor. Es algo que me horroriza”.
Dada la edad del caballero, es difícil decir que arrastra un trauma juvenil por el visionado de La matanza de Texas, pero lo parece. Bromas aparte, uno se pregunta qué lleva al mandarín a calificar de falsa la línea seguida por estos autores. No será cuestión de que no estén bien documentados casos reales de asesinatos de una truculencia hasta entonces inimaginable. La cuestión del objetivo de impresionar al lector es más difícil de dirimir, pero intentaré darle una explicación.
No contento con todo esto, el señor Guelbenzu prescribe el tipo de personaje que él prefiere, solo que en su posición hegemónica de mandarín se convierte en recomendación obligatoria para el autor que quiera ser salvado de la quema:
“Soy más partidario de personajes como Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán, capaces de comer, vivir la vida e investigar sucesos sin que para ello haya que llegar a la sangre”.
No hay nada que discutir respecto al referente literario. La cuestión aquí es otra. De forma indirecta, lo que este señor hace es imponer un modelo a seguir, restando validez a todo lo que se salga de ese estándar. Carvalho es bueno, el psicópata gore malo. Esto tiene dos lecturas, a mi juicio. Una, se impide al autor encontrar su propia voz, a escribir personajes y tramas que son de su gusto. Castración pura. Dos, si todos los autores siguiesen los preceptos del mandarinato esto sería un aburrimiento. Todos los personajes, todas las tramas y todas las historias serían un calco de las de Vázquez Montalbán, lo que haría que surgiesen voces clamando por la originalidad perdida. A pesar de la tendencia al alza de las novelas que critican Fuentes y Guelbenzu, sigue habiendo novelas de corte más Carvalhiano, las de Lorenzo Silva, sin ir más lejos. La calidad literaria es otro tema. Me gustaría leer algo de esos autores despreciados por el mandarín que no se adscribiese al género negro, a ver si es verdad que son incapaces de desenvolverse, como tan rotundamente afirma su calumniador.
Es difícil, por no decir imposible, establecer de forma objetiva por qué atrae al público cierto tipo de personajes. Por ello me ceñiré a las razones que me motivan, con la esperanza de que haya otros lectores que las encuentren válidas. Una de las cosas que mejor hace la novela negra es retratar ambientes y personajes turbios. Poca cosa hay más turbia que la mente de un psicópata. Me sorprende que una persona con la que comparto genoma y 46 cromosomas sea capaz de cometer atrocidades como las que cometieron famosos asesinos en el pasado. Me pregunto cuál fue la misteriosa mutación o combinación genética que llevó a que el sujeto presentase un cerebro donde el área de la empatía estuviera gravemente deprimida. Quiero saber en qué ambiente vivió, qué condiciones sociales llevaron a este sujeto a matar. Me interesa si detrás de sus asesinatos hay una motivación retorcida o el simple deseo de matar. Y aunque en el fondo sean personajes previsibles, nunca son iguales. No se parece el Viajante de “Todo lo que muere” de John Connolly al Augusto Ledesma de César Pérez Gellida más que en que ambos matan. Y esa imprevisibilidad dentro de la previsibilidad puede dar mucho juego.
La observación sobre la empatía hace que el elogio que le hace una seguidora a Eugenio Fuentes sea desafortunado. Dice el comentario que es de pésimo gusto que las novelas se centren en personajes que no dan opción a un mínimo de respiro con una buena acción, olvidando que esta gente no distingue entre el bien y el mal y, si hace esa distinción, le da exactamente igual. Un comentario que exhibe ese buenismo patológico del que hacen gala algunos comentaristas de internet, confundiendo churras con merinas. No es una cuestión de buen gusto, sino de construir un personaje verosímil basado en lo que conocemos sobre los psicópatas. Si no te gusta, no lo leas, pero no des la murga intentando quedar como una persona moralmente superior a autores y lectores de novelas de psicópatas. Tema éste del buenismo en internet que da para otro artículo.
Mientras escribía las últimas escenas del primer borrador de mi novela debut, estuve leyendo sobre psicópatas. Descubrí que hay casos de gente aparentemente normal que esconde rasgos psicopáticos, que no necesariamente se manifiestan a través de actos violentos. Ello me lleva a cuestionar casos como el del asesinato de Isabel Carrasco. Más allá de que una democracia no debería permitir acumular tanto poder como el que llegó a tener la expresidenta del PP de León, independientemente del partido al que esté afiliado cualquier político del estado español, lo que me importa a mí es la biografía de la asesina y su hija. Teniendo en cuenta que los dos factores que definen a un psicópata son la genética y el ambiente, es fácil admitir que el segundo fue el factor clave de este asesinato. Pero cuando uno se sumerge en los detalles se pregunta si la autora material del crimen presentaba rasgos psicopáticos antes de que se materializaran en la muerte de Isabel Carrasco. Algo que no se puede determinar sin que dicha mujer se someta a las pruebas necesarias y, aún así, habría que determinar hasta qué punto los hechos que precedieron al asesinato influyeron en la psique de Monserrat González. Todo un misterio, digno de una novela del género que nos apasiona.
Un caso así ayuda a cuestionar una de las principales objeciones que se hace a las novelas protagonizadas por psicópatas. Es cierto que en España apenas se producen asesinatos violentos si comparamos las estadísticas con las de otros países. Pero dadas las características de muchos psicópatas, capaces de camuflarse con el resto de la humanidad sin levantar sospechas, no es tan descabellado que alguno de estos individuos emerja en nuestro país. Claro que debido a la proliferación de novelas del estilo ambientadas en la piel de toro induce a pensar de otro modo, pues uno diría que tenemos tantos asesinos potenciales como en USA, cuando la probabilidad de encontrarnos con un asesino de esta especie es bastante inferior, al menos teniendo en cuenta que la población de Estados Unidos es casi siete veces mayor que la de España, lo que reduce estadísticamente las posibilidades de que en nuestro país haya tantos asesinos en serie como los que dicen las novelas. De todos modos una novela de psicópatas, aunque improbable, también sirve para la disección social que suele hacer la novela negra. Un personaje oscuro, un ambiente sórdido que influye a sacar el lado oscuro del asesino, un método realista de investigación y unos policías enfrentados a la crueldad insólita del asesino. Ingredientes habituales en novelas del género y que siguen dando juego. César Pérez Gellida lo sabe bien y los fans se lo agradecemos.
¿Cuál es el problema? La sangre y las tripas. Cuando sale a borbotones como en «Kill Bill» o «Braindead» y las entrañas están a la vista como con Jack el Destripador, hace que muchos se echen para atrás. La escalada de violencia y sangre es claramente perjudicial. Es un tema que conozco bien, porque me gustan estilos como el death metal o el goregrind, donde la escalada en la brutalidad de las letras puede llevar a niveles absurdos y vergonzantes. Igual puede suceder con las novelas de psicópatas. Decía más arriba que es difícil precisar si el objetivo es impresionar al lector de cualquier manera o hay otras razones para el festival de casquería. No me atrevería a descartar por completo esta motivación, pero sí me gustaría aportar que es difícil no ser repetitivo, por lo que muchas veces la solución más fácil es hacer aumentar la crueldad de las formas de matar para distinguirse del resto de autores. Recurso que se puede calificar de pobre, a pesar del evidente gancho que tiene con una parte del público. Los asesinos en serie reales han demostrado una crueldad inimaginable, por lo que es lícito que en la ficción también lo hagan para construir un personaje verosímil dentro de los patrones que se han estudiado sobre los psicópatas. Claro que esto puede costar al autor que una parte del público y otros autores rechacen de plano su obra, como hemos observado al principio.
La novela negra está en una disyuntiva. Está claro que tiene tirón la novela de psicópatas que tanto denuestan Fuentes, Silva y Guelbenzu, por lo que existe el riesgo de que las editoriales apuesten por este camino en detrimento de novelas menos gore por cuestiones de mercado, tema que da para hablar largo y tendido en otra ocasión. Hay dos alternativas: o encorsetarnos en un mundo chato y romo, ora promoviendo las secuelas de Saw, ora ciñéndonos a la auctoritas del mandarinato, o seguimos con un mercado sano donde hay variedad de elección. Para ello es imprescindible el concurso de escritores que sigan la estela menos sangrienta y público que la demande. Pero también necesitamos que el mandarín y sus cohortes sean menos sectarios y prepotentes en su forma de entender la novela que menos les gusta. Si el mandarín pretende que haya más novelas acordes con su gusto ha de educar a la gente, no emitir regüeldos tan asquerosos y malolientes como la sangre que tanto detesta. En nuestras manos está conseguir todo esto.
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